En una misma semana, que yo recuerde, se han dado dos sucesos...llamémosle curiosos.
Después de casi diez años de terca mudez, y ya perdida la esperanza, salgo en busca de un nuevo cuenco cantor. La experiencia fue toda una fiesta, contra todo pronóstico, ya que mis compras suelen ser directas y breves. Si quiero algo, lo busco y si lo encuentro lo compro. Punto final.
En este caso, el experto dependiente supo deleitarme con, no solo un despliegue total de artes comerciales, sino con sabiduría y conocimientos más allá de lo meramente material.
Mi única pregunta ante un montón de cuencos tibetanos de diferentes tamaños y apariencia fué...¿Son todos del mismo material?...y a partir de ahí comenzó el show.
Me hizo sentar en una banqueta casi a ras de suelo y tras una larga serie de recomendaciones y consejos sobre cómo escoger el cuenco apropiado me dejó que los probara uno a uno hasta “sentir” cuál era el mío, porque según él firmemente creía, se trata de algo muy personal y que cada cuenco tiene un “dueño”, por así decirlo.
Mientras tanto me iba deleitando con comentarios y anécdotas de muchos de los clientes que habían pasado por la misma banqueta que yo.
El caso fue que escogí uno de ellos, el que me sonó más agradable, aunque con una sensación de haber equivocado mi elección al sentir la mirada inquisitiva de este amable señor...me dijo que tenía poca paciencia, ja ja ja. Al parecer debía haber permanecido más rato sacando sonidos a aquellos cuencos sonoros y haber experimentado más. Mensaje recibido...
Uno de los detalles a tener en cuenta es la madera de la que está hecho el palito (no sé su nombre real) con el que se hace vibrar el cuenco...
El caso es que al llegar a casa tenía más ganas de probar mi cuenco “de toda la vida” con las indicaciones que aún tenía frescas de cómo hacerlo y con el nuevo palito, que de estrenar el flamante artefacto que acababa de comprar. Ahí se hizo el milagro, y por primera vez en casi diez años conseguí hacer cantar a mi amado cuenco. No podía creerme que aquel humilde y experto trozo de madera hubiera conseguido sacar de su letargo a mi cuenco que ya había dado por deshauciado ( y había culpado de ello a la dependienta que me lo vendió...)
Y otro suceso para mi significativo en la misma línea de lo que he contado anteriormente...
Hace un par de años compré una hermosa y exuberante orquídea. En realidad compré dos. Una de ellas se la regalé a mi madre, que haciendo caso omiso de las recomendaciones para mantener las raices visibles en una maceta transparente especialmente diseñada para esta especie de exóticas flores, la trasplantó directamente a una maceta de barro corriente y moliente, que por supuesto no dejaba pasar ni un leve rayito de sol a sus raices.
Yo seguí escrupulosamente las indicaciones y mi orquídea lucía hermosa en su potecito de cristal diseñado especialmente para que este bello especímen enseñara descaradamente sus raices al sol.
El caso es que después de la primera floración, mi plantita dijo “no va más” y se quedó luciendo sus hojas verdes y huérfanas. Punto.
La de mi madre, agradecida, tuvo una floración tras otra ignorando sus escondidas raices y luciendo tanto o más hermosa que cuando la compré.
Cuando ví que eso del bote de cristal era estéticamente válido pero una pijada en la práctica, simplemente la trasplanté a una maceta más hermosa sin transparencias de ningún tipo...y he aquí que se produjo el segundo milagro. Desde hace una semana mi orquídea está renaciendo y de ella brota un palito feliz y alborotado que seguramente dedicará alguna de su energía a producir nuevas flores...
Ya os contaré.
El caso es que en ninguna de estas dos experiencias tuvo que ver la perseverancia...sino la madurez.
Llegado el momento adecuado, y la acción adecuada...todo cobró vida de nuevo.
¿No es hermosa la forma que tiene la vida de manifestarse?
Epílogo:
Este texto se escribió en diciembre de 2010 y la fotografía que muestra la flor de orquídea (que merece para mi, un post aparte) está tomada esta misma mañana, 5 de marzo de 2011.
¡¡¡Gracias!!!!