En la Antigüedad y en la Edad Media se admiraba la memoria por encima de todo. Los grandes genios aparecen descritos como personas de memoria superior. Por ejemplo, santo Tomás de Aquino, teólogo del siglo XVIII, era elogiado por haber redactado mentalmente toda su Summa Theologica y haberla dictado después de un tirón, consultando tan sólo unas pocas notas. El filósofo romano Séneca el Viejo era capaz de repetir una lista de 2000 nombres sin alterar el orden en que los había oido. Otro romano llamado Simplicio recitaba a Virgilio de memoria...¡de atrás para adelante!. Una buena memoria se consideraba la mayor de las virtudes, pues representaba la internalización de un universo de conocimiento externos. De hecho, uno de los temas más recurrentes en las vidas de los santos era que poseían una memoria extraordinaria.
Tras el descubrimiento de Simónides, el arte de la memoria fue codificado en un extenso cuerpo de reglas e instrucciones por sabios como Cicerón y Quintiliano, así como en numerosos tratados medievales. A los estudiantes no sólo se les enseñaba lo que tenían que recordar sino las técnicas para recordarlo. De hecho, hay una gran larga tradición de entrenamiento de la memoria en muchas culturas. El Talmud judío, repleto de ayudas mnemotécnicas, fue transmitido oralmente durante siglos. La memorización del Corán se sigue considerando el logro supremo entre los musulmanes devotos. Los griots ( una especie de trovadores tradicionales) de África occidental y los bardos de los países eslavos narran de memoria extensísimas epopeyas.
Sin embargo, en el último milenio muchos de nosotros hemos experimentado un profundo cambio. Hemos reemplazado de forma gradual nuestra memoria interna por lo que los psicólogos llaman la memoria externa: una vasta superestructura de ayudas tecnológicas, que hemos inventado para no tener que almacenar toda la información en nuestros cerebros. Hemos pasado de recordarlo todo a recordar muy poco. ¿Qué implicaciones puede tener esta “subcontratación” de la memoria para nosotros mismos y para la sociedad? ¿Hemos perdido algo?
Tras el descubrimiento de Simónides, el arte de la memoria fue codificado en un extenso cuerpo de reglas e instrucciones por sabios como Cicerón y Quintiliano, así como en numerosos tratados medievales. A los estudiantes no sólo se les enseñaba lo que tenían que recordar sino las técnicas para recordarlo. De hecho, hay una gran larga tradición de entrenamiento de la memoria en muchas culturas. El Talmud judío, repleto de ayudas mnemotécnicas, fue transmitido oralmente durante siglos. La memorización del Corán se sigue considerando el logro supremo entre los musulmanes devotos. Los griots ( una especie de trovadores tradicionales) de África occidental y los bardos de los países eslavos narran de memoria extensísimas epopeyas.
Sin embargo, en el último milenio muchos de nosotros hemos experimentado un profundo cambio. Hemos reemplazado de forma gradual nuestra memoria interna por lo que los psicólogos llaman la memoria externa: una vasta superestructura de ayudas tecnológicas, que hemos inventado para no tener que almacenar toda la información en nuestros cerebros. Hemos pasado de recordarlo todo a recordar muy poco. ¿Qué implicaciones puede tener esta “subcontratación” de la memoria para nosotros mismos y para la sociedad? ¿Hemos perdido algo?
National Geographic